jueves, 23 de enero de 2020

Algeciras 0 R. Murcia 1

Curto volvió a marcar y el Murcia se trajo los tres puntos de Algeciras. Cuando las lesiones le respetan, Curto es un goleador temible. Un gol suyo de cabeza bastó para ganar por segunda jornada consecutiva. Seis puntos de seis posibles en la segunda vuelta alejan a los granas del descenso y le sitúan en la mitad de la tabla. Lo suficiente para que muchos contemos los puntos que nos separan del playoff y soñemos con lo imposible.
En la próxima jornada se juega en el Enrique Roca un Murcia Córdoba como el último partido que jugaron los pimentoneros en segunda. Una eliminatoria para subir a primera que acabó con un increíble descenso administrativo a segunda B del que todavía no nos hemos recuperado.

domingo, 19 de enero de 2020

Cuando fuimos los mejores


Aquel año jugamos la Copa. Después de temporadas apartados de la competición, los mejores equipos de Tercera entraron en el sorteo de unas eliminatorias a partido único en las que todo era posible. Todos queríamos que nos tocara un grande para hacer una buena taquilla y jugar contra los mejores. Para poder sentirnos importantes por un día y tener la oportunidad de hacer la machada.
Y nos tocó el Madrid.
Manrique era el entrenador de aquel equipo. Durante los partidos parecía un director de orquesta con un folio
enrollado con las claves del partido en la mano a modo de batuta. No lo miraba nunca, pero le daba seguridad tenerlo todo apuntado por si tenía que echar un vistazo. En realidad no le hacía falta. Sabía hasta la marca de chicle que comían los rivales en el vestuario. Su trabajo consistía en tenerlo todo previsto, conocer al rival lo mejor posible y encontrar sus puntos débiles para explicar a sus jugadores cómo hacerles daño. El fútbol era un juego de estrategia y para él, que la pelota entrase o dejase de hacerlo era algo que escapaba a su control, una mera cuestión de azar sometida al capricho de la fortuna por la que no valía la pena preocuparse demasiado. Los jugadores le querían, le respetaban y hasta le aplaudían cuando llegaba al entrenamiento. Era un auténtico líder para los chavales.
Porque el Uni era un equipo de estudiantes. No había dinero para fichajes así que los jugadores salían directamente de la universidad donde Manrique daba clases de contabilidad. El que no estudiaba sabía que no jugaba el domingo, así que todos se aplicaban con los libros por la cuenta que les traía. En una ocasión, el delantero centro suspendió un parcial y no fue ni convocado hasta que entregó las prácticas que tenía pendientes. El Universidad estuvo tres jornadas sin ver puerta pero el míster no cedió.
—Lo primero es estudiar— repetía Manrique como un mantra. Tenía muy claro cuáles debían ser las prioridades
de sus chicos.
Desde su fundación hacía más de cien años por un grupo de docentes, el Uni mantenía a ultranza la tradición
de contar en su plantilla sólo con profesores y alumnos matriculados en sus facultades y de no pagar un duro a sus
futbolistas.
La universidad había ido creciendo y la mayor parte de sus edificios estaban ahora en las afueras de la ciudad, en
un lugar, más amplio, más moderno y más acorde con los tiempos, pero el viejo barrio de Santa María seguía siendo su territorio. Se edificó en los tiempos de la dictadura al borde de lo que entonces era la huerta y ahora estaba repleto de viejos pisos sin ascensor construidos cerca de una de las zonas más caras de la ciudad ocupados en su mayoría por viejos que habían hecho allí su vida y estudiantes que podían pagar un alojamiento céntrico por
no demasiado dinero.
El ambiente de los días previos al partido era impresionante. Bonito de verdad. Todo el barrio con los balcones engalanados con banderas rojas del Uni y cientos de pancartas colgadas en las fachadas. Una auténtica fiesta,
un rojerío estremecedor que ponía la piel de gallina. Ni los más viejos recordaban nada parecido. Santa María parecía un inmenso pimiento colorado miraras donde miraras. Los bares, la escuela, las tiendas…hasta la parroquia tenía colgada la bandera del equipo en el campanario y José Luis, el joven cura recién llegado y, por consiguiente, capellán del equipo, vistió a la Patrona con el manto grana que el club le ofrendó hacía decenas de años cuando salvó la categoría en el último partido después de pasar toda la liga en puestos de descenso y de que el equipo rival fallara un penalti en el último minuto con rebote incluido en el larguero, en la cabeza del portero y en uno de los postes. “Se le apareció la Virgen”, tituló el diario local al día siguiente. Así que el rector, Don Antonio Corominas, no tuvo más remedio que cumplir la promesa hecha en el palco en la desesperación previa al lanzamiento y regalar el manto a la Patrona. Desde entonces, el Uni había vivido en aguas tranquilas deportivamente hablando, en la zona templada de la tabla durante décadas de existencia anodina y sacrificada para unos seguidores sin más alegrías que llevarse al cuerpo que un puñado de victorias intrascendentes cada temporada, suficientes para salvar la
categoría con más pena que gloria.
El habitualmente desierto estadio universitario de La Losada, erigido sobre el antiguo campo de tierra donde
Manrique pasaba las tardes de crío viendo partido tras partido desde el balcón de la casa de su abuela, registró el
primer lleno de su historia. El rector, tras consultarlo con Manrique, había rechazado el ofrecimiento de Don Jesús, el propietario del primer equipo de la capital, de albergar el partido en su recién construido estadio, un marco más apropiado sin duda para un partido de estas características, con un aforo en el que muy bien podrían caber treinta mil espectadores pero que, sin embargo, no era del agrado del míster.
—No hemos jugado nunca en ese campo y no lo haremos ahora. La Losada es nuestra casa y en ella caben todos los alumnos de la universidad. No necesitamos más gente —se cerró en banda sin que hubiera manera de
convencerle.
Ni la mediación del alcalde, ni la recaudación que estaba en juego, ni los derechos de televisión fueron argumentos suficientes para doblegar la férrea voluntad del técnico. Él era el responsable deportivo y decidía dónde se jugaba. Si no les parecía bien podían cesarlo cuando quisieran. Su cargo, como a él le gustaba decir, “estaba a disposición”.
El rector se echaba las manos a la cabeza. La Losada era un campo de barrio pequeño, con muros bajos y rodeado de edificios convertidos en cotizados palcos para ver el partido. Desde los abarrotados balcones y las repletas azoteas que lo rodeaban, los miles de vecinos que no pudieron sacar una entrada en taquilla estaban dispuestos a no perderse el partido del siglo en lo que al final se convirtió en el estadio más grande que se hubiera podido construir. Una grada de siete pisos coreando al unísono el nombre del equipo entre pasteles de carne y litros de cerveza. La fiesta del fútbol de barrio y la ruina de un equipo que tenía ante sí la oportunidad de salir de la
miseria.
En realidad, a Manrique, ya por aquel entonces con gafas de pasta y cabeza cuadrada, el tema económico
siempre le había importado un pimiento. No cobraba por hacer su trabajo, tampoco lo hacían sus jugadores y el
presupuesto del equipo se gastaba en ropa deportiva y desplazamientos, así que el dinero no debía ser un
problema. Para ganarle al Madrid lo que menos necesitaban era una autopista de hierba en perfectas
condiciones para que los extremos rivales entrasen por las bandas como un cuchillo por la mantequilla o una
alfombra verde en la que los malabaristas blancos exhibieran sus cualidades en un rondo interminable.
Decididamente, un latifundio para que los internacionales pudieran pensar y explotar su superioridad era el último
escenario que deseaba para asaltar al campeón. Manrique no eligió el campo viejo por motivos sentimentales ni
porque fuera un romántico del fútbol. Manrique escogió La Losada porque quería ganar y estaba convencido de que podría hacerlo en un campo estrecho con hierba artificial donde la pelota botase mucho para poder encerrarse mejor en la cueva y levantar un muro infranqueable a la espera de una contra o de una jugada a balón parado con la que asestar el golpe definitivo.
—Todos los equipos tienen al menos una ocasión y tenemos que aprovechar la nuestra — machacaba
continuamente a sus jugadores para convencerles de que el milagro era posible.
Una lesión le había apartado de los terrenos de juego cuando era un prometedor medio centro de dieciocho
años con “una magnífica visión de juego”, como repetían los ojeadores en sus informes. Varios equipos de Primera se habían interesado por él, pero se “aporreó”. Un mal día los tacos se quedaron clavados en el barro, la rodilla giró mal y el desagradable chasquido de los ligamentos y el menisco hechos polvo para los restos se le metió para siempre en su cabeza cuadrada.
—Ni hablar de volver a jugar al fútbol —le dijeron los médicos—. Se acabó.
Lo pasó fatal durante una buena temporada pero ahora le daba gracias a Dios por aquella lesión que le había
permitido estudiar y tener un trabajo que le gustaba y del que vivía cómodamente mientras disfrutaba entrenando sin presión. La carrera del futbolista era corta y quizá no hubiera llegado tan lejos como pensaba. Ninguno de sus
compañeros lo hizo. Algunos se habían echado a perder ganando dinero fácil y gastándoselo en coches rápidos y
mujeres caras hasta convertirse en juguetes rotos abandonados a su suerte por desaprensivos intermediarios sin escrúpulos que sólo buscaban enriquecerse a su costa. No permitiría que a sus chavales les sucediese lo mismo.
—Lo primero es estudiar —repetía una y otra vez convencido de que era el mejor consejo que podía transmitir a sus pupilos.
Manrique concentró a sus jugadores para comer en el bar de la universidad. Una inmensa barra con mesas
cuadradas de madera que servía de refugio a estudiantes desocupados que pasaban más horas allí que en clase,
dedicados en cuerpo y alma al mus y al futbolín mientras sus padres pensaban en lo difícil que debía ser esa carrera
que su hijo no conseguía aprobar pese a todas las horas que pasaba en la facultad. En época de parciales las mesas
servían de improvisada biblioteca para echar un vistazo a los apuntes recién fotocopiados de la empollona de la clase y tomarse un carajillo para templar los nervios antes del examen. Preocupado por el absentismo de los alumnos, el rector habló con el cantinero y le rogó que, ya que no podía prohibirles la entrada, por lo menos aguara un poco la cerveza para que no entraran borrachos a clase, así que para el dueño del bar todo eran beneficios.
Utilizaron el comedor estrecho del fondo para encajar una mesa larga en la que se acomodaron para la atípica
concentración, pagada a tocateja por el propio Manrique consciente de que la ocasión lo merecía. Carne, pasta,
ensalada, litros de agua, fruta y, como postre, un video de la última derrota del Madrid contra un equipo de Segunda B para que los jugadores terminaran de creérselo. Un chupito de orujo de hierbas sirvió para elevar aún más la moral de la tropa.
Cuando llegó la hora de viajar al campo, sus jugadores estaban como motos. En realidad, podían desplazarse
hasta el estadio dando un paseo, pero Manrique prefirió que lo hicieran en un autobús alquilado para trasladarlos en un recorrido triunfal por las engalanadas calles del barrio mientras la gente les saludaba como a héroes que van a la batalla. Decenas de coches y motos se unieron en una improvisada comitiva haciendo sonar las bocinas como si ya estuvieran en el campo. La ciudad era un caos de tráfico pero a nadie parecía importarle y hasta los unicipales
tocaban sus silbatos animando.
Dentro del autobús sonaba a todo volumen el “Resistiré” del Dúo Dinámico. Los jugadores estaban alucinados. En su vida se habían visto en otra igual y sabían que seguramente no volverían a vivir una situación similar. Hay trenes que sólo pasan una vez y, si tienes la suerte o el acierto de cogerlos, tienes que disfrutar del trayecto hasta que se acabe el billete. Manrique sonreía satisfecho al ver sus caras de alegría. Se merecían este homenaje después de tantos años entrenando, tantos viajes por carretera, tantas lesiones, tantas derrotas y tanto esfuerzo sin recompensa. Ya era hora de que el fútbol les devolviera algo de la vida que se habían dejado a jirones partido tras partido en campos de mala muerte.
Tardaron más de una hora en llegar al estadio. Cuando lo hicieron, tuvieron que esperar a que los jugadores del
Real Madrid bajaran de su autocar acosados por los cazadores de autógrafos y la chiquillería, ante el enojo
impotente de Manrique, convencido de que los auténticos héroes eran sus chavales y que, si no fuera por el
modestísimo equipo de la universidad, aquellas estrellas nunca habrían venido a jugar al barrio contra un equipo del que ni siquiera conocían su existencia.
Los merengues habían viajado en avión el mismo día con un equipo plagado de suplentes. Su entrenador debió
pensar que eran demasiado arroz para tan poco pollo o algo así y que convenía que sus mejores hombres
descansaran un poco de la sobrecarga de partidos a la que estaban sometidos, así que decidió reservar a la mayor
parte de sus titulares para mejor ocasión. Manrique había ganado la primera batalla.
—Jugaremos con nuestros once mejores contra sus once peores. Podemos hacerlo — les repetía una y otra vez
a sus jugadores antes de saltar al césped.
Todavía tengo grabada en mi retina la imagen del equipo saliendo por el túnel de vestuarios mientras
sonaban los acordes del himno de la universidad. Era curioso escuchar a un orfeón recitando latinajos que sólo
entendía el catedrático de filología mientras el resto de los espectadores tarareaba un emocionante “lorolo lololo” que ponía la piel de gallina.
—Hoy en día cualquiera entra en la universidad —mascullaba Don Benito, el profesor de latín, retorciéndose
incómodo en su asiento—. La gran desgracia de este tiempo es la generalización de la incultura.
Nadie le escuchaba. La megafonía anunciaba los nombres de los héroes locales seguidos por una atronadora
ovación del público de las gradas y los balcones que, aunque no podía entender nada, respondía con aplausos en
perfecta sintonía con los que estaban en el campo.
Moreno, Ibáñez, Lázaro, Riquelme, Pulido, Montilla, Gómez, Vilches, Sevilla, Ruiz y Marín. Todavía hoy los
aficionados recitan de carrerilla la mítica alineación de aquella mágica noche.
Los once salieron enchufados desde el principio. Conscientes de que estaban jugando el partido de sus vidas
salieron en tromba a comerse a sus rivales mientras les quedaran en el cuerpo fuerzas para correr. Y a los cinco
minutos llegó el milagro.
Tras un lanzamiento de esquina el balón quedó muerto en el área pequeña entre un confuso barullo de jugadores
hasta que la pierna izquierda de Lázaro, el más bajito de todos, acertó a deshacer el entuerto y enganchar la pelota
para mandarla llorando al fondo de las mallas convirtiendo La Losada y los abarrotados edificios adyacentes en una ensordecedora fiesta. Una montonera de jugadores rojos celebraba el gol en el punto de penalti ante la atónita
mirada de la defensa blanca, la desesperación de su cuestionado portero y la incredulidad de su entrenador,
cruzado de brazos en el banquillo bajo la invisible espada de Damocles de una destitución fulminante.
Quedaba un mundo. Ochenta y cinco minutos dan para mucho y el Uni se aprestó a una defensa numantina. Era
cuestión de encerrarse atrás, aguantar las embestidas hasta que los contrarios se fueran poniendo nerviosos y tratar de aprovechar una contra para rematar la faena. Desde la banda, Manrique daba las instrucciones precisas para
resistir el asedio como un experimentado general. Los minutos pasaban despacio. A pesar del dominio
visitante, las ocasiones eran escasas y no demasiado claras, siempre bien resueltas por una defensa cada vez más
segura e inexpugnable y por un inspiradísimo portero, autor de tres grandes paradas antes del descanso.
Nadie podía creérselo. Mientras los jugadores locales reponían fuerzas en los modestos vestuarios y bebían
líquidos como auténticos cosacos, el público estaba en una nube. Por la megafonía sonaba el “Resistiré” del Betis
como si hubiese sido especialmente compuesto para la ocasión. La gente animaba y era feliz. Sus problemas se
habían desvanecido como por encanto. El trabajo, la hipoteca, las discusiones,…Todo estaba olvidado al menos
durante los próximos cuarenta y cinco minutos.
—Pan y circo —renegaba más contento que de costumbre el catedrático de latín mientras intentaba guardar las apariencias en su asiento de plástico.
Manrique abandonó el último el vestuario caminando pensativo con las manos embutidas en los bolsillos en
dirección a su particular potro de tortura. Ahora venía lo peor. Había visto cientos de partidos en los que el equipo
pequeño moría en la orilla después de remar contra la marea minutos y minutos, preso de un esfuerzo agotador,
extenuado por la lucha contra los elementos, víctima muchas veces de sus propios errores y del miedo a ganar.
La segunda mitad continuó con la misma tónica. Asedio blanco y heroica defensa roja, aunque cada vez más
replegada y más encerrada en su campo. Se luchaba con denuedo metro a metro y palmo a palmo pero las piernas
empezaban a flaquear y la cabeza ya no respondía tan bien como al principio. Manrique agotó los tres cambios
intentando refrescar a sus hombres pero el equipo seguía retrocediendo posiciones a pesar de sus instrucciones y del incansable apoyo del público. El balón quemaba en los pies y lo perdían apenas recuperado. El asunto empezaba a tener tan mala pinta que a Manrique ya no le quedaban uñas en las manos y el folio enrollado con el que dirigía los partidos parecía más bien el envoltorio arrugado de un bocadillo grasiento que una batuta.
Al final pasó lo que tenía que pasar. Tan encerrado estaba el equipo en su área de meta que en el enésimo
intento blanco de perforar la portería local, el balón rebotó en el brazo de un defensa y el árbitro encontró la excusa perfecta para señalar el punto fatídico. Con el tiempo cumplido, si el Madrid marcaba se jugaría un desempate en la capital a la semana siguiente y allí no había nada que hacer. Manrique maldijo su suerte. Al final morirían en laorilla.
El silenció se apoderó del estadio. Moreno estaba parado sobre la línea de cal con los brazos abiertos
esperando que un internacional holandés de nombre impronunciable colocase el cuero en los once metros para
fusilarle y mandar al carajo las aspiraciones de su equipo y de toda aquella gente que tanto les había apoyado. De
repente, abandonó su estática pose y se señaló el pecho con los enormes guantes indicándole al lanzador que él se
iba a tirar a la izquierda.
—Tú haz lo que quieras pero yo me voy para ese lado —parecía decir con sus gestos ante la incredulidad del
nueve rival.
El árbitro pitó. El ariete empezó a correr en dirección al balón sin tener demasiado claro lo que hacer. El portero
se dejó caer a la izquierda como había prometido. En el último paso, el delantero cambió el tiro y el cuero fue hacia el centro del marco, justo al lugar que ocupaban los estirados pies del cancerbero local, que acertaron a
rechazar el balón dejándolo muerto a unos centímetros de la línea de gol. Una marabunta rabiosa de defensas rojos llegó en tropel para despejar la pelota lo más lejos posible, concretamente al balcón de una casa cercana del que nunca regresó. No había tiempo para más. El árbitro volvió a pitar tres veces y la nube de defensas que había acudido al despeje se abalanzó entonces sobre el tendido guardameta, en esos momentos el hombre más feliz de la tierra, para abrazarlo y casi asfixiarlo contra el césped.
En unos segundos no se veía una brizna de hierba. La multitud eufórica invadió el terreno de juego y se mezcló
con los jugadores como uno solo gritando el nombre del equipo mientras Manrique se escabullía entre la
muchedumbre para desaparecer como un fantasma engullido por la boca de los vestuarios.
El Universidad cayó eliminado en la siguiente ronda ante un desconocido equipo de Segunda B y la multa que
la Federación le impuso por la pacífica invasión del terreno de juego puso al club al borde de la desaparición, pero a nadie pareció importarle demasiado. Una victoria como aquella justificaba por sí misma no sólo una temporada
sino la vida entera de un equipo como aquel, protagonista de un éxito tan fugaz y tan inesperado que sus aficionados aún se preguntan si no fue fruto de su imaginación.

R. Murcia 3 Cádiz B 1

Al Real Murcia le van los miércoles por la noche. Los focos, el horario europeo y trasnochar. El Leganés nos eliminó de la copa por jugar un sábado a las cuatro de la tarde y el filial del Cádiz pagó los platos rotos. Jugar de noche en el Enrique Roca es complicado para cualquier visitante.
Peque abrió la lata con un golazo en la primera mitad que no tardaron en igualar los visitantes pero en la reanudación Curto marcó el 2-1 con un magnífico remate de cabeza y Juanra sentenció a poco del final.
En Cádiz empezó todo. La famosa arenga de Adrián Hernández que acabó con el equipo rugiendo por Camela se vivió en la tácita de plata. Una vuelta después el Murcia derrotó por fin al Cádiz B.

lunes, 13 de enero de 2020

Real Murcia 0 Leganés 4

En los años 80 éramos jóvenes y mejores. Entonces un Murcia Leganés era una eliminatoria fácil en la Copa del Rey entre un equipo de primera que era el rey de Segunda y un recién llegado a segunda B que venía de tercera.
Los años han pasado. Tenemos más kilos y menos pelo. Una casa más grande, muchas más deudas y ahora nosotros jugamos en Segunda B y el Leganés en Primera.
La derrota era lógica ante un equipo de superior categoría pero, pese al abultado marcador, nadie puede ponerle un pero a un equipo que se ganó el derecho a disputar la Copa del Rey conquistando la Copa Federación y que venía de eliminar al Racing de Santander.
No entiendo los pitos de una parte del público ni a los desertores que abandonaron el barco en el minuto ochenta para librarse del atasco. No me representan. Me quedo con los jugadores y con los aficionados que apoyaron a los nuestros hasta el final. Los mismos que impedirán con el cambio de estatutos que el Murcia caiga en manos de "salvadores" que aumenten su deuda y lo desciendan de categoría.
Como en los años 80, el Murcia volverá a ser de los murcianistas.

martes, 7 de enero de 2020

Real Murcia 2 Sevilla At. 2

Incapaz de dar dos alegrías seguidas a su sufrida afición, el Real Murcia volvió a empatar en casa, esta vez a dos contra el filial del Sevilla en el último partido de la primera vuelta gracias a un autogol de los visitantes a poco del final.
El Murcia empieza el año igual que lo acabó: peligrosamente cerca del abismo y con una preocupante fragilidad defensiva en la semana en la que el club salió de la causa de disolución gracias a la impresionante labor de su consejo de administración.
Los aficionados se preguntan en las redes sociales si el club sería viable en tercera y muchos se temen lo peor. Yo prefiero confiar en la capacidad de sufrimiento de este equipo y en la mala salud de hierro de este anciano que tantos años de vida nos quita con sus resultados.
2020 ha llegado, un año que siempre me ha parecido de ciencia ficción y que se empeña en demostrar que el futuro no existe y que todo cambia para que todo siga igual.